Con “E” y con tilde - Por: Carlos Fariello



La relación entre ética y política en la democracia moderna no deja de ser tensa y peligrosa, ya que esta última introduce un fuerte relativismo moral que, si bien permite la coexistencia en un plano de igualdad de las distintas concepciones propias de toda sociedad compleja, no puede ser sostenido en el campo de la política. Es aquí cuando el poder, al penetrar la dimensión ética, introduce en ella la más grande distorsión, ya que el discurso de la ética se convierte en una mera forma de justificación del poder¹.

Desde tiempos lejanos las sociedades humanas han acordado reglas de convivencia las cuales han evolucionado siempre en el marco de la tensión entre el bien y el mal desde una perspectiva religioso-moral, o entre lo éticamente correcto y aquello que viola los límites de un sistema dado de valores.
En la escala de lo micro y más cercano, estamos acostumbrados a presenciar hechos donde no se observa que la ética sea pilar de la acción política en la sociedad, sobre todo cuando quienes ejercen el poder no asumen la responsabilidad que se le ha encomendado por la libre elección de los ciudadanos.

Actuar desde la ética en forma correcta permite legitimar el funcionamiento democrático de una sociedad al tiempo que exige de los gobernantes cumplir con la toma de decisiones equilibradas y justas, y que atiendan necesidades del colectivo que las exige como necesidad, y no hacia el propio bien personal, bien personal que muchas veces se antepone en el discurso y en la práctica dando lugar a situaciones que empañan el funcionamiento del gobierno y lesionan la credibilidad de quienes así actúan.
Es así que en nuestra cotidianeidad muchas veces vemos que nuestros gobernantes departamentales se esfuerzan con imponer un discurso decorado de verdades a media, porque un discurso para ser exitoso no debe ser verdadero sino creíble, y agrego, muchas veces apenas creíble y otras, ni siquiera eso.

Podemos leer en Max Weber que “quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera hacer política como profesión, ha de tener conciencia de las paradojas éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión, puede llegar a ser”. Quien hace política pacta con  poderes, un tanto  diabólicos, que acechan en torno de todo poder².

Por eso queda claro que muchas veces las actitudes van más allá de la ética, y por el camino del costado, muchas veces cosas que el común de la gente no llega a captar ni tampoco a medir en su real dimensión. Resultado de ello es una especie de “acostumbramiento” de las sociedades frente a este tipo de comportamientos que el tiempo llega a validar alimentado por personajes provocadores de realidades ilusorias donde todo está bien y todo vale por igual, sin categorías y sin sentido crítico.

Una historia que se repite y donde la tradición del viejo caudillo sigue operando en una escala de valores éticos tan pobre como peligrosa, desde el “lo tuyo ya sale” al inmoral trueque de votos por chapas y ladrillos todavía al uso.

Anclados en el tiempo y en el poder las prácticas políticas tienden a consolidar un modo de acción que parece convencer, que no dialoga hacia su interna, que no polemiza con su esencia, que pierde identidad y que a pesar de ello se busca imponer como paradigma de lo mejor que a la gente le podría suceder, centrado en un más que criticable culto a la personalidad, o ¿al personaje?

Prometer el bien común contiene toda la incertidumbre posible ya que no da garantías de cumplimentarse y poco importa esto a quien la utiliza como herramienta en su accionar político.
La ética debería orientar este tipo de comportamientos sobre todo cuando la gente puede actuar en el futuro por imitación provocando una tensión lógica en el seno de la sociedad, generando un conflicto de credibilidad y de aceptación que los operadores políticos luego pueden capitalizar en provecho propio. Sobre esto último huelgan los ejemplos.

Esa tensión de la que hablamos genera un conflicto y es causa de deterioro de las relaciones que hacen al funcionamiento de la democracia, aunque no se visibilice directamente y de manera explícita.

En el lenguaje vulgar de la sociedad, y también en su imaginario, subyace la creencia en una especie de modelo del que sabe y por ello manda, encriptado en una cultura donde la obediencia adquiere valor por sí misma.

Como que no hay razón pensar en algo diferente, ni para aceptar cambios, dándole a todo, una tónica eminentemente reaccionaria en un marco de no pluralidad democrática.

Y, entonces la pregunta, ¿existe realmente una ética de la democracia?  
Sí. La libertad, natural al hombre, y el pluralismo, propio de la sociedad, no tienen como consecuencia un relativismo moral cuya conclusión sea que más o menos da lo mismo, que no hay distinción nítida entre verdad y mentira, y que todo vale, que el fin justifica los medios. 
Utilizando un ejemplo más vulgar, la ética es a la política lo que la higiene a la alimentación, un factor indispensable pero no suficiente³.

En definitiva, los cambios oxigenan el sistema democrático donde la libertad debe ser consagrada permanentemente como un derecho, y un deber para con la sociedad de parte de quienes ocupan el poder. La ética debe orientar ese mismo cambio y ser observada en toda comunidad responsable que se precie de tal.

¹ Yannuzzi, M. de los A., Ética y política en la sociedad democrática, publicado en Confines, relaciones internacionales y ciencia política, vol.1, no.1, Monterrey, enero/junio, 2005.
² Yannuzzi, M. de los A., op. cit.
³ Aveledo, R.G., Ética y democracia, en https://elestimulo.com/etica-y-democracia/

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